lunes, 26 de enero de 2015

Aranjuez

Recomendado para tomar mientras se lee este cuento: Café con canela.

Llegué a Madrid para una entrevista de trabajo, con todos los gastos pagos desde Granada por parte de la empresa que pretendía contratarme: pasajes, hotel, comidas y gastos extra (como bebidas, salidas, ropa). Apenas llegar al hotel, y tras encontrarme libre en la inmensidad de la suite que tenía reservada en Aranjuez, lo primero que hice fue desprenderme del corpiño y los tacos, llamar a servicio a la habitación y pedirme un gin tonic con limón y unas almendras. La tarde la dediqué a la lectura y a descansar, no quería mostrar signos de cansancio en la entrevista al otro día. El botones golpeó la puerta, y tras ingresar el carrito con el pedido acompañado de una rosa, me invitó a asistir esa misma noche a una fiesta temática que el hotel organizaba en honor a un premio cinematográfico obtenido por un director local, que había filmado su película en el hotel. Acepté ir, ya que un par de copas no me vendrían nada mal, tras lo que el muchacho me anotó en una lista para recibir más tarde la máscara con la que debería presentarme al baile.
Aproximadamente seis gin tonics y dos mojitos después de mi llegada a la fiesta, lo único que conservaba puesto era la máscara, no así mi compañero que completamente desnudo se movía con destreza para variar mi postura y colocarme boca abajo en la cama. Entonces la ví a ella, borracha tanto o más que yo, besándome, acariciándome las orejas como pocas personas saben que me gusta y guiñándome un ojo.
Amanecí con una resaca de campeonato, que pude paliar bastante luego de un baño de inmersión, dos manzanas rojas y una botella de Gatorade bien fría. Trajecito azul marino ajustado, carpeta con currículum, diplomas y certificaciones, labial rojo oscuro, sombra de ojos, el pelo recogido bien arriba y un toque de Oui! de Chanel en el cuello. En la recepción de la oficina me anunciaron rápidamente y no tuve que esperar, por lo que enseguida me encontraba en el despacho de un sicólogo cincuentón con muy buen ánimo que me hizo varias pruebas muy divertidas, pero que me dijo que aunque no le gustaba ser aguafiestas creía que esa misma mañana habían encontrado a la candidata que estaban buscando para el puesto. Algo desanimada, pasé por otras dos pruebas, una de idiomas y otra de desempeño técnico, para culminar en una oficina maravillosamente decorada la última de todas las pruebas, sobre negociación y comunicación con posibles clientes, con un apuesto joven de piel trigueña que rondaría los treinta y me fascinó, aunque no parecía prestarme la más mínima atención. Me pidió que esperara unos minutos, que su secretaria debía traer unos papeles para firmar y ya tener listos en caso de que decidieran contrarme. Mientras yo firmaba, los oí cuchichear en voz baja, seguramente sobre la chica que ya tenían vista para el puesto. Junté las hojas, golpeándolas contra el escritorio para que se acomodaran (y porque me encanta el ruido que hace dicha acción) y cuando me disponía a pararme una mano me acarició la oreja, como muy poca gente sabe que me gusta.

¿Mi despacho? No tiene comparación prácticamente con nada, salvo con la suite del hotel en Aranjuez donde una vez cada quince días organizamos un baile de máscaras exclusivo para tres amantes del gin tonic con limón y los mojitos.

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