martes, 20 de enero de 2015

El Pescador de Voces

Recomendado para tomar mientras se lee este cuento: Café de filtro con crema


La chica disfrutaba acostada en el pasto al sol, cerca de los juegos para niños del Parque Batlle. Un vendedor de maní y garrapiñada se detuvo a mirarla por largos minutos, mientras dos niños jugaban a la pelota entre los árboles emulando a grandes jugadores de la selección uruguaya campeona de América. El joven leía a Onetti recostado en un muro, fumando unos pequeños habanos de esos que vienen en lata y saben a vainilla. El viejo acudía a misa todos los domingos por la mañana, sin excepciones, no fumaba ni bebía y le gustaba llegar caminando a la iglesia exactamente quince minutos antes del sermón. Tenía además, aquel viejo de gabardina beige, un perro lanudo que lo seguía a todas partes.

La chica apagó el i-pod y Cerati cesó de cantar abruptamente. El vendedor de maní atendía a los niños que exhaustos ya no jugaban al fútbol y gastaban las monedas que encontraron en la calle para llevarse un cono de diario repleto de frutos secos humeantes. El joven cerró el libro y al levantarse observó una pelota de fútbol huérfana junto a un árbol, la cual, al notar la pareja de niños alejándose del lugar supuso olvidada y no reemplazada por un cono de maní. La tomó en sus manos y recordando épocas de golero de fútbol universitario le pegó una tremenda patada al grito de “¡Gurises, la pelota!”. Claro, el joven nunca fue un gran golero, por lo que la pelota acabó estrellándose contra la nuca de la chica. Las disculpas del caso, la pelota en mano a los niños que huyeron corriendo y a las risas con ella. Una invitación a tomar un café como disculpa y el número de teléfono de la chica con la promesa de volver a encontrarse. La misa se extendió más de lo acostumbrado, el cura había tenido una noche complicada entre gripe e insomnio y por momentos se perdía al hablar. Al salir, el viejo encontró al perro lanudo dormido y sonrió, verlo así acostado patas arriba resultó una escena a colores en su vida monótona y gris. No podía concebir de forma alguna pecado en aquel animal.

El joven no creía en el amor. La chica creía en el matrimonio pero también en algo que leyó en facebook: besar varios sapos antes de encontrar el príncipe azul. El viejo creía en Dios y en limpiar las impurezas del mundo.
El segundo encuentro se dio en un pub, ella con dos amigas, él con un primo. Bebieron cerveza casi toda la noche, tomando la mala decisión de incluir vino y ron sobre el final. El joven nunca le había aguantado el pelo a una mujer mientras ésta vomitaba, recordó en ese momento algo que decía su hermano mayor sobre que el sexo con mujeres mientras vomitaban era más fuerte debido a los espasmos del abdomen. Intentó acariciarla como para entrar en acción pero la chica se desmayó. Ninguno de los taxis les permitió subir y tras casi hora y media de espera terminaron durmiendo en los bancos de la plaza de Andalucía, en el parque Rodó.

Tardaron un par de semanas en volver a verse. Los padres de la chica viajaban a la casa de unos tíos en Brasil, por lo que la casa de campo estaría vacía. Fantasearon chateando durante varias noches sobre todo lo que harían al llegar allá, alimentando emociones fuertes y promesas calurosas. La chica no necesitó más que la simple excusa de invitar a unas amigas a pasar el fin de semana y aprovechar para respirar aire puro. El joven no le rendía cuentas a nadie.

El viejo comía un plato de arroz con queso cuando el perro comenzó a ladrar insistentemente en la puerta. Rascaba las tablas de madera y gruñía. Las estrellas de a una agujereaban el cielo oscuro, mientras el gato marrón de los vecinos parecía hurgar en la basura. Al salir el perro lanudo, Simón, nombre con el que aquel gato había sido bautizado en honor a Bolívar, huyó despavorido.

Otra noche complicada para el cura, preocupado por varias de las confesiones de sus feligreses, por el poco efecto que parecían tener en él los antigripales y por aquél insomnio invasivo que lo tenía hasta las tantas leyendo a Alexandre Dumas. Se levantó y fue a la cocina por un té con limón, reparando en el camino en todas las fotos de bautismos que colgaban en el pasillo. También se tomó unos minutos para descolgar algunas de casamientos y mirarlas de cerca con especial atención. Días atrás había visto en la plaza a una pareja de jóvenes encantadores y soñaba, o pretendía hacerlo cuando lograra vencer al insomnio, con casarlos en su iglesia. No llegó a encender el fuego, ni siquiera a llenar la caldera de agua. El sueño lo venció sumergido en el sillón de terciopelo viejo que solía juntar libros en el pasillo, con aquella foto de una primera comunión celebrada cuatro años atrás entre las manos.

El agua estaba tranquila, negra, al acecho. No había movimiento alguno y mirando de lejos parecía que el pequeño bote estaba suspendido en el cielo. Apenas algún grillo, muy esporádicamente, rompía el silencio. El viejo permanecía sentado, los ojos fijos, las manos quietas, la boca seca. La luna en lo alto coronaba el cuadro que era todo un paisaje oscuro bañado de luz. Silencio. El viento se dispuso a soplar, hamacando el bote suavemente de un lado a otro. Nada. Silencio. Los árboles se sacudían un poco y nada más. Contó de vuelta las estrellas, desde la Cruz del Sur hacia la derecha, siempre hacia la derecha. Silencio. Acomodó los remos y estiró un poco las piernas. Silencio. Un trago largo a la bota repleta de agua humedeció la garganta. Risas. Las pupilas del viejo se dilataron. Todo pareció inmovilizarse todavía más. Risas, más cerca. Abrió el bolso de cuero viejo y sacó la Biblia. Risas, dos, hombre, mujer. Se persignó, tomó la Biblia entre las manos bien fuerte y rezó en silencio. Risas, pasos apresurados, ramas quebrándose. No había cañas en el bote. Risas. No había carnada en el bote. Risas, arbustos moviéndose bruscamente. No había ningún rastro de pescados en aquel bote. La Biblia volvió al bolso. Las manos curtidas tomaron los remos y el bote llegó a la orilla silenciosamente.


La chica ya estaba desnuda y encima del muchacho cuando el viejo le atravesó el pecho con aquél puñal de plata. Bañado en sangre y excitadísimo, el joven no ofreció resistencia y recibió tres puñaladas manteniéndose en un completo estado de shock. El viejo volvió al río y se lavó las manos. Tomó la pala, cavó dos tumbas, enterró los cuerpos, como siempre cerca de donde estaban los eucaliptos, rezó de rodillas y volvió al medio de la laguna. 

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