Recomendado para tomar mientras se lee este cuento: Café de filtro con crema
La chica
disfrutaba acostada en el pasto al sol, cerca de los juegos para niños
del Parque Batlle. Un vendedor de maní y garrapiñada se detuvo a mirarla por
largos minutos, mientras dos niños jugaban a la pelota entre los árboles
emulando a grandes jugadores de la selección uruguaya campeona de América. El
joven leía a Onetti recostado en un muro, fumando unos pequeños habanos de esos
que vienen en lata y saben a vainilla. El viejo acudía a misa todos los
domingos por la mañana, sin excepciones, no fumaba ni bebía y le gustaba llegar
caminando a la iglesia exactamente quince minutos antes del sermón. Tenía
además, aquel viejo de gabardina beige, un perro lanudo que lo seguía a todas
partes.
La chica apagó
el i-pod y Cerati cesó de cantar abruptamente. El vendedor de maní atendía a
los niños que exhaustos ya no jugaban al fútbol y gastaban las monedas que
encontraron en la calle para llevarse un cono de diario repleto de frutos secos
humeantes. El joven cerró el libro y al levantarse observó una pelota de fútbol
huérfana junto a un árbol, la cual, al notar la pareja de niños alejándose del
lugar supuso olvidada y no reemplazada por un cono de maní. La tomó en sus
manos y recordando épocas de golero de fútbol universitario le pegó una
tremenda patada al grito de “¡Gurises, la pelota!”. Claro, el joven nunca fue
un gran golero, por lo que la pelota acabó estrellándose contra la nuca de la
chica. Las disculpas del caso, la pelota en mano a los niños que huyeron
corriendo y a las risas con ella. Una invitación a tomar un café como disculpa
y el número de teléfono de la chica con la promesa de volver a encontrarse. La
misa se extendió más de lo acostumbrado, el cura había tenido una noche
complicada entre gripe e insomnio y por momentos se perdía al hablar. Al salir,
el viejo encontró al perro lanudo dormido y sonrió, verlo así acostado patas
arriba resultó una escena a colores en su vida monótona y gris. No podía
concebir de forma alguna pecado en aquel animal.
El joven no
creía en el amor. La chica creía en el matrimonio pero también en algo que leyó
en facebook: besar varios sapos antes de encontrar el príncipe azul. El viejo
creía en Dios y en limpiar las impurezas del mundo.
El segundo
encuentro se dio en un pub, ella con dos amigas, él con un primo. Bebieron
cerveza casi toda la noche, tomando la mala decisión de incluir vino y ron
sobre el final. El joven nunca le había aguantado el pelo a una mujer mientras
ésta vomitaba, recordó en ese momento algo que decía su hermano mayor sobre que
el sexo con mujeres mientras vomitaban era más fuerte debido a los espasmos del
abdomen. Intentó acariciarla como para entrar en acción pero la chica se
desmayó. Ninguno de los taxis les permitió subir y tras casi hora y media de
espera terminaron durmiendo en los bancos de la plaza de Andalucía, en el
parque Rodó.
Tardaron un
par de semanas en volver a verse. Los padres de la chica viajaban a la casa de
unos tíos en Brasil, por lo que la casa de campo estaría vacía. Fantasearon
chateando durante varias noches sobre todo lo que harían al llegar allá,
alimentando emociones fuertes y promesas calurosas. La chica no necesitó más
que la simple excusa de invitar a unas amigas a pasar el fin de semana y
aprovechar para respirar aire puro. El joven no le rendía cuentas a nadie.
El viejo comía
un plato de arroz con queso cuando el perro comenzó a ladrar insistentemente en
la puerta. Rascaba las tablas de madera y gruñía. Las estrellas de a una
agujereaban el cielo oscuro, mientras el gato marrón de los vecinos parecía
hurgar en la basura. Al salir el perro lanudo, Simón, nombre con el que aquel
gato había sido bautizado en honor a Bolívar, huyó despavorido.
Otra noche
complicada para el cura, preocupado por varias de las confesiones de sus
feligreses, por el poco efecto que parecían tener en él los antigripales y por
aquél insomnio invasivo que lo tenía hasta las tantas leyendo a Alexandre
Dumas. Se levantó y fue a la cocina por un té con limón, reparando en el camino
en todas las fotos de bautismos que colgaban en el pasillo. También se tomó
unos minutos para descolgar algunas de casamientos y mirarlas de cerca con
especial atención. Días atrás había visto en la plaza a una pareja de jóvenes
encantadores y soñaba, o pretendía hacerlo cuando lograra vencer al insomnio,
con casarlos en su iglesia. No llegó a encender el fuego, ni siquiera a llenar
la caldera de agua. El sueño lo venció sumergido en el sillón de terciopelo
viejo que solía juntar libros en el pasillo, con aquella foto de una primera
comunión celebrada cuatro años atrás entre las manos.
El agua estaba
tranquila, negra, al acecho. No había movimiento alguno y mirando de lejos
parecía que el pequeño bote estaba suspendido en el cielo. Apenas algún grillo,
muy esporádicamente, rompía el silencio. El viejo permanecía sentado, los ojos
fijos, las manos quietas, la boca seca. La luna en lo alto coronaba el cuadro
que era todo un paisaje oscuro bañado de luz. Silencio. El viento se dispuso a
soplar, hamacando el bote suavemente de un lado a otro. Nada. Silencio. Los
árboles se sacudían un poco y nada más. Contó de vuelta las estrellas, desde la
Cruz del Sur hacia la derecha, siempre hacia la derecha. Silencio. Acomodó los
remos y estiró un poco las piernas. Silencio. Un trago largo a la bota repleta
de agua humedeció la garganta. Risas. Las pupilas del viejo se dilataron. Todo
pareció inmovilizarse todavía más. Risas, más cerca. Abrió el bolso de cuero
viejo y sacó la Biblia. Risas, dos, hombre, mujer. Se persignó, tomó la Biblia
entre las manos bien fuerte y rezó en silencio. Risas, pasos apresurados, ramas
quebrándose. No había cañas en el bote. Risas. No había carnada en el bote.
Risas, arbustos moviéndose bruscamente. No había ningún rastro de pescados en
aquel bote. La Biblia volvió al bolso. Las manos curtidas tomaron los remos y
el bote llegó a la orilla silenciosamente.
La chica ya
estaba desnuda y encima del muchacho cuando el viejo le atravesó el pecho con
aquél puñal de plata. Bañado en sangre y excitadísimo, el joven no ofreció
resistencia y recibió tres puñaladas manteniéndose en un completo estado de
shock. El viejo volvió al río y se lavó las manos. Tomó la pala, cavó dos
tumbas, enterró los cuerpos, como siempre cerca de donde estaban los eucaliptos,
rezó de rodillas y volvió al medio de la laguna.