Tomé la tarjeta que decía “Caronte, Santino" y marqué: 23.15, en rojo, un tanto torcido sobre el cartón. La máquina de entradas/salidas estaba vieja y oxidada, y a veces llegaba incluso a marcar una hora sobre otra. Nadie parecía prestarle atención además, yo solía llegar a cualquier hora (tanto antes como después) y jamás ninguno de mis jefes me habló al respecto. Era parte de una normativa y la máquina estaba ahí para evitar problemas legales.
Salí y el bus estaba esperándome en la parada. Después de todo quizás esta sea una buena noche. Subí, jazz, lugar para sentarse. ¿Habré muerto?. Para completar el panorama llegamos rápido a casa, apenas en diez minutos. Vivo en una casa compartida, donde alquilo una habitación bastante grande para mis necesidades. Podría sobrevivir sin problemas con la mitad del espacio de mi cuarto, pero mejor así. Al llegar, casi todos los demás habían salido, me crucé al último en el comedor cuando se despidió diciendo “hay arroz en la olla, servite”. No llegué a servirme, un sms marcó la noche: “Hola, ¿nos vemos?”. Por supuesto que nos vemos. Ducha, quince minutos. Café, dos cafiaspirinas, una manzana, cinco minutos. Visita al cajero automático, llamada al taxi, veinte minutos. Llegar al lugar indicado, veinte minutos más. Después la espera, el frío que no me toca, el vaivén de las piernas de esa mujer increíble viniendo hacia mí. Otro taxi, un hotel de los buenos colmado de gente, la consulta al taxista, la propuesta de ir a un hotelucho alejado, ella lo conoce, yo primero me hago el entendido, después confieso mi ignorancia.
Llegamos, nos atienden en persona, estilo clásico, me gusta, nos abre la puerta una señora. La habitación parece salida de una película de James Bond. La heladera tiene mínimo cincuenta años, si, heladera, a olvidarse de un mini bar. El baño tiene baldosas celestes, toallas, papelera y una duchita humilde con un solo duchero y sin cortina. Ella sirve Gin del bueno en dos vasos de whisky con hielos sacados de cubiteras individuales. Yo me tiro en la cama, el colchón fue comprado antes de que yo naciera, seguro. Ella habla y yo la escucho, hablo y ella ríe, brindamos, dos, tres, cinco veces. Voy al baño y parezco un viejo decrépito con problemas en la próstata. Ella ríe. Va al baño, prendo la tele, veinte pulgadas, años 80, canales de aire y un canal porno en el que las minas tienen mucho vello púbico, VHS con varios años pasado por circuito cerrado seguramente. Pasan dos horas, se nos termina el hielo de la heladera ruidosa y ella pide más por teléfono, el viejito que viene a traerlo no entiende como esta chica sigue vestida, maquillada y peinada. Seguro que pensó que yo era puto y esto era una farsa para engañar a alguien. Bebemos más, yo tengo calor, me descalzo, se va también la remera. Ella se me sube encima, me besa, se saca la ropa y yo muero al verle las tetas. Está acostada boca arriba cuando le levanto la ropa interior con los dientes y huelo profundamente su conchita. Sabe rico, prohibido, mejor de lo que imaginaba. Le recorro las piernas con la lengua, desde los tobillos hasta llegar casi a los labios de una concha que ya hervía. Afuera la ropa interior. La devoro mientras ella agradece con gemidos y gritos. A la voz de “¡basta!” paro y ocupa mi lugar. Me la chupa tan fuerte que creo que voy a largar toda la leche que tengo de una sola vez, llega incluso a darme un poco de miedo que me lastime, que me deje chupones violetas en la verga. El espejo nos da la bienvenida al acostarnos boca arriba.
Vuelve la acción, la recorro toda con la yema de los dedos y la lengua, la soplo suavecito, la muerdo, no se me para, sigo recorriendola con la boca, no se me para, le apreto las tetas, ella quiere que la coja, me estoy meando, no se me para, me estoy meando, no se me para, me estoy meando, paro. Necesito parar, digo, me estoy meando. Ella suelta una carcajada, me quiere matar, yo quiero suicidarme en el baño. Parezco un camello meando, ¿qué mierda me pasa?. Al volver todo lleva un tiempo para recuperar el momento. Ella abajo, toda adentro, apenas un par de minutos, ella arriba me cabalga de frente y espalda, tanta mujer y tanta fuerza me hacen acabar con una mezcla de placer y vergüenza cinco o diez minutos después. Descansamos. Un poco de chocolate. La música de la radio es muy buena. Llevamos seis horas en el hotelucho. El sol entra por la ventana, es ese momento del invierno ya agonizante que ofrece frío de noche y mañanas cálidas, llenas de un sol tímido. Nos volvemos a comer, yo acabo, ella quería mas, quería coger de vuelta, yo no puedo más. La pija no me responde, está roja, hinchada, satisfecha.
Un nuevo taxi, arreglados a las apuradas, directo al trabajo. Voy de lentes de sol y campera de cuero, el tachero me habla pero no sé lo que dice, no me importa, no quiero pensar, miro a la gente en cada semáforo en rojo, ¿de dónde vendrá cada uno? ¿se me notará mucho que no dormí y que pasé la noche cogiendo? Recién terminó y ya quiero repetir. Bajo del taxi, me dice “niño” y ríe. La quiero agarrar y dejarla exhausta por haber hecho ese comentario, acabar una vez y que ella acabe cincuenta.
Entro al trabajo, marco 9.35, tarde, rojo y torcido, pero satisfecho.
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