Hay un
momento crucial en la vida, y no es otro que el corte en el que decidimos
luchar o quedarnos viendo la tele. Abrí otra lata, disfrutando el ruido que
hacen al abrirse, me recosté y comencé una nueva ronda de zapping. Agarré el
final del primer tiempo de un partido de fútbol europeo entre dos equipos que
no conozco, lo que me hizo aprovechar a prender el horno y calentar un revuelto
gramajo que llevaba un par de días en la heladera. Al volver al living me vi
reflejado en el vidrio de un cuadro y no me gustó lo que vi, así que saqué el
cuadro de la pared y lo tiré al fondo de una caja donde suelo “guardar cosas
para otro momento”. Volqué la asadera en un plato, saqué un tenedor del fondo
del cajón (el último que quedaba) y me senté a comer, cuando sonó el teléfono.
Dudé un par de segundos entre atender o no, para terminar dejando el tenedor.
La cita era esa misma tarde, en la cantina de un club de bochas cerca de la
casa de mi madre.
Llegué, me
senté en una mesa de plástico azul adornada con el logo viejo de una marca de
refrescos y arrimé la silla cuasi destartalada y llena de agujeros entre la
cuerina y el polifom. Me pedí un expresso y una grappa, mientras relojeaba a
una pequeña mujer que apenas sobrepasaba la edad legal para mirarla con ciertos
ojos. Antes que el café y la grappa, llegó El Bruto a mi mesa, se sentó, con
los dedos hizo un “dos” hacia el gallego que oficiaba de mozo y me miró fijo.
No dijo nada, el ceño fruncido, los ojos escondidos entre los párpados
hinchados y arrugados, se rascó el bigote, prendió un pucho ignorando como
todos los demás la prohibición de fumar en espacios cerrados, tomó una pitada
honda y me dijo
- Santino, hay un momento en la vida en que
uno tiene que elegir entre subirse al tren o perder la chance para siempre
- y convengamos que yo ya le había dicho que no a un tren ese día.
La casa era
una de esas quintas de mediados del siglo XX en el barrio Colón: muro
imponente, reja de hierro forjado carcomida por el óxido, frente con pasto
reseco, porche de baldosas naranjas y ventanales de madera, dos pisos, pintada
de blanco, la pintura resquebrajada y manchas de humedad. Una señal de lo que
en su momento fue majestuosidad y primer nivel pero que ahora estaba en
decadencia… esa casa y yo nos parecíamos mucho. Entramos, El Bruto adelante,
antes de entrar apagó el pucho pisándolo contra las baldosas y se alisó la
camisa en el pecho con ambas manos toscas. La dueña de casa esperaba sentada en
un sillón de terciopelo, de un color que en algún momento había sido rojo
sangre y que hoy por hoy era un rosa pálido manchado. Frente a ella una estufa
a leña que chisporroteaba y mejoraba el ambiente, haciéndolo más cálido. Me
miró entonces, recorriéndome de pies a cabeza varias veces, para luego
preguntar - Bueno Antonio (así se decía
la cédula de El Bruto que se llamaba) ¿éste es entonces el maravilloso Santino
Caronte? - Mi amigo y agente de toda la vida asintió con la cabeza, manos
cruzadas tras la espalda apretando la boina, pies juntos, como un niño que le
muestra a la madre el trabajo que hizo para la escuela.
La dama
sirvió una copa de cognac, cuya botella de cristal me fascinó, extendiéndola
luego hacia mí. Me la llevé a la boca enseguida pero me detuvo desafiante…
- No querido, el cognac necesitás mantenerlo
un rato en la mano, dejarlo que vaya entrando en calor hasta que tome la
temperatura adecuada, y ahí sí te lo podés tomar. Te voy a tener que enseñar
muchas cosas -
Mi nueva
mecenas se llamaba Agostina, con ella se terminarían el gramajo recalentado y
las tardes de zapping eterno. Bueno, por lo menos durante un tiempo. Al
principio Agostina disfrutaba enormemente de tenerme viviendo en su casa, de
alimentarme y de pasar horas frente a la estufa bebiendo cognac y leyendo mis
cuentos, hasta que cierto día pasó de opinar a proponer. Al principio le hice
caso, tomé sus propuestas y las fuí transformando en cuentos, surgieron algunos
bastante interesantes, me divertí, por sobre todas las cosas me servía, era
como un perro que hacía bien los trucos que su dueño le pedía y recibía por
ello más recompensas: cognac, whisky, habanos, carré de cerdo con pasas, ropa
fina y largas noches de sexo acelerado y transpirado, con ella e incluso con
alguna de sus amigas de alta alcurnia que aburridas de sus maridos se venían a
pasar el fin de semana a la vieja casa de Colón.
Entonces
llegó el día de un nuevo corte. Salía de casa de mi madre, pasé por el club de
bochas a tomar un café y ver si me cruzaba a mi amigo cuando la ví a ella,
ahora un año más grande (descubriría más tarde que tenía diecinueve) barriendo
el pasillo que daba a los vestuarios. Una charla amena, un par de cervezas y la
propuesta de tomar algo más fuerte en una casa majestuosa frente a una estufa a
leña que hacía del frío una mentira. Todo fue perfecto, todo, hasta que
Agostina llegó antes de la tertulia literaria y me encontró en el sillón rosa
pálido, bañando en cognac a la adolescente que deseaba profundamente que la
tierra se la tragase en aquél momento.
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