viernes, 4 de agosto de 2017

Acabo en el Cabo

Recomendado para tomar mientras se lee este cuento: grappamiel con licor de café.

El mar era la música, banda sonora integrada por mantras de olas y viento. Planeaban las gaviotas en un equilibrio perfecto, delante del marco que formaban los postigos de madera rústica frente a mí. La chica del hostel pasó por mi lado y le pedí otro té con limón, exquisito, y se me antojó un sándwich de jamón y queso al verlo en la única mesa ocupada además de la mía. Dos chicas de unos veintitantos desayunaban tras sus lentes de sol, prácticamente en silencio. Pregunté si se podía fumar,
ignorando completamente el cartel que indicaba claramente que no, y la moza con un guiño me respondió – Como tantas cosas, no se debe, pero poder se puede – Una ola con aires de grandeza y exceso de protagonismo reventó contra las rocas y me sacó del sopor en el que me había sumergido por segundos, pero que me permitió recordar una noche completa apenas culminada un par de horas atrás.

Me encontré sin saber muy bien cómo en un fogón, a escasos metros de la playa. Rodeando el fuego gente de diversos países compartía cervezas y vino, en el preámbulo de lo que sería un improvisado show al son de guitarra, bongós y voces del mundo entero. Tuve el honor y el placer de tocar y cantar varias veces, por momentos al frente de la guitarra y mostrando mis propias canciones, otras, acompañando al músico de turno con el bongó. Finalizado dicho encuentro me perdí en la oscuridad de la noche, interrumpida tan sólo cinco veces por minuto por la luz del faro, recostándome en la arena para escuchar el mar y llenarme los ojos con la luz de las miles de estrellan que brillaban para mí. Mis pupilas, con el paso de los minutos, se fueron dilatando y acostumbrándose a la negrura , hasta que desde la orilla la vi venir. No la esperaba, no pretendía más de aquella noche que ya me había dado muchas satisfacciones. La morocha caminaba con paso firme hacia mí, empapada en noctilucas y agua salada, bañada por la luna y las estrellas. Cada doce segundos el Faro la mostraba completa, y me permitía redescubrir que se movía completamente desnuda. Dudé si verdaderamente era ella, que suele mostrarse tranquila, reservada. La noche, con el paso de las horas, me permitiría conocer una nueva faceta, una mujer oculta, mucho más salvaje, animal e instintiva, que me clavó las uñas en la espalda mientras gemía en mi oído. Pude caminar desnudo por la playa, llevándola trepada en mí, completamente encastrada en mi cuerpo y aferrada a mi espalda y mi cadera. El agua de la playa Sur del Cabo Polonio nos recibió con la luna de color naranja hundiéndose en el horizonte, como yo me hundía sin reparo en sus secretos más ocultos.

Una ola con aires de grandeza y exceso de protagonismo reventó contra las rocas y me sacó del sopor en el que me había sumergido por segundos. La moza me trajo el segundo té con un aroma delicioso, pero que en nada podía compararse al de aquel alter-ego femenino que pude degustar una noche en la playa, valiéndome de cuatro de mis cinco sentidos para disfrutarla, salvo cada doce segundos en los que el faro voyeurista se permitía espiar y me permitía mirar.