viernes, 27 de marzo de 2015

Edición y Huellas

Recomendado para tomar mientras se lee este cuento: Café acompañado de un habano Café Cremme

La botella de ron reposaba calma a la vista y ansiosa por dentro, aguardando un final multiorgásmico para la edición que por largas noches se había extendido. La editora bajó un poco los lentes hasta llegar casi a la punta de la nariz y mordisqueó inconscientemente el lápiz maltratado. El ruido del subrayado se escuchaba claro, como un avión cortando el aire de la noche, entonces, ansioso, el reloj marcó la una y media. Habían hecho un trato: por cada cuento que a ella le fascinara se quitaría una pieza de ropa, y por cada uno que no la convenciera y necesitara ser modificado, él debía desprenderse de una prenda, pero no podían tocarse, estaba estrictamente prohibido. Él siempre fue un macho alfa, llevando las instancias de encuentro con diversas mujeres hacia donde tenía ganas, pero la editora era distinta, lograba dominarlo y hacer con él prácticamente todo lo que quería. Las agujas del reloj marcaron firmemente las dos de la mañana, quedaban pocos cuentos y poca ropa. Él permanecía sentado en el suelo, recostado contra el respaldo de la cama, apenas vestido con un bóxer negro. Ella, sentada y con la mirada fija en las hojas, llevaba una tanga negra y los lentes, además de pendientes y una pulsera. La mirada del escritor no se movía de aquellos pezones que se mostraban deliciosos a la luz de la lámpara. El bóxer, hinchado, parecía rezar hacia el cielo que el siguiente cuento no gustara y así liberar a la bestia que desde adentro lo empujaba.

Una última línea cruzó el papel, marcando el lápiz la corrección que cerraba esta primera edición. El escritor, desnudo, masajeaba su falo erguido en los momentos que no era observado por la editora. Ella, mostrándose imperturbable, hacía un inmenso esfuerzo por ocultar la humedad que resultaba ya incómoda atrapada tras la tela negra de la tanga, pretendiendo bañar por completo aquella sonrisa vertical completamente lampiña. Apoyó las hojas sobre la mesa dejando también el lápiz y los lentes sobre ellas, caminó cinco o seis pasos hasta él, balanceando su cuerpo que sin ropa era todavía mas sensual, y le sonrió al arrodillarse, con esa sonrisa cautivadora de almas, majestuosamente blanca y brillante. Sin usar las manos, y mirándolo fijamente a los ojos, engulló aquel miembro tenso y lubricado tras decir “leer siempre me dio hambre, y hace tiempo que quiero probar la carne de la que tanto hablan acá”. Él, atónito, disfrutó de recorrerla toda con los ojos, como si pudiera acariciar su piel tan sólo con la mirada. Ella pareció percibirlo, ya que al instante sintió como se erizaba toda, desde las pantorrillas hasta el cuello. Entonces como un chupón que se suelta, abandonó la tarea y se zambulló en el cuello del escritor, llenándose la nariz de su perfume y comiéndolo a besos. Él la tomo de las caderas y la separó, caminó hasta la mesa, esparció las hojas de los cuentos por el suelo y mirándola a los ojos le transmitió la idea. Ella pidió abrir la botella de vino tinto y pasar del ron, y mientras el escritor descorchaba y servía el Carmenére, ella liberó su concha depilada de la prisión de tela que transformaba el calor en un infierno. Vino para ella, él apenas lo probó y ante la indicación de la deliciosa mujer que lo requería, sucumbió en deleitarse con sabores mucho mas dulces y que por largo tiempo ansiaba probar.

Los cuentos quedaron marcados para siempre, con correcciones a lápiz, comentarios al pie de página y otras marcas, mucho mas interesantes, pasionales y primitivas, que expresaban mucho mas que cualquier cúmulo de palabras. Ahora, ante cada instancia de edición, él deja algunos cuentos con errores buscados y ella simula encontrarlos de casualidad, para corregirlos después y marcarlos con huellas que sólo ambos pueden entender.